miércoles, 22 de julio de 2009

Una conferencia sobre cuidados paliativos

Muy buenos días:



¿Qué tal este verano?

ISSA es uno de los mejores lugares del mundo para trabajar todas las mañanas en julio.



Hace unas semanas, nos encontramos para hablar de la eutanasia, y en el intervalo he encontrado un vídeo que trata de los cuidados paliativos.



Se trata de una conferencia pronunciada por Mons. Mario Iceta en Bilbao y que colgó en su página la Fundación Sabino Arana.



Como siempre, ya que no podemos reunirnos en el aula, el blog sigue siendo punto de encuentro y foro para que escribas tus comentarios.



Hasta pronto,



Rafa


Aquí pego el texto:

Fuente: (ALDIZKARI NAGUSIA / BOLETÍN OFICIAL OBISPADO DE BILBAO (n. 606. zk.) (junio • 2009 • ekaina)


«Los cuidados paliativos, respuesta adecuada
a la enfermedad incurable o terminal»

Conferencia del obispo auxiliar de Bilbao,
mons. Mario Iceta Gabicagogeascoa
en el Palacio Euskalduna



Surge de modo recurrente el intento de crear en nuestra sociedad un estado de
opinión favorable a la eutanasia, considerándola como una forma aceptable, e incluso deseable, de afrontar la enfermedad incurable o terminal, e identificándola con el ideal de una muerte digna.

Para abordar este aspecto tan importante de nuestra existencia como es afrontar
la propia muerte, me gustaría ofrecer las siguientes reflexiones que nos ayuden a
comprender los aspectos esenciales de la concepción cristiana de la etapa final de la
vida y de la muerte.


El amor, una luz para la contemplación y la acción

Para abordar el problema de la enfermedad incurable y terminal es necesario
situarnos en una perspectiva adecuada que parte inexorablemente de conocer la verdad profunda del hombre y de su existencia. No es posible captar la riqueza insondable y la dignidad de cada persona si no es a la luz del amor. Es en la experiencia amorosa donde se revela la irreducible originalidad de cada persona concreta.

Ni las ciencias empíricas ni el pensamiento racionalista fruto de la modernidad nos sitúan en la perspectiva adecuada para percibir y reconocer tal dignidad.



La originalidad irreducible de la persona humana

Ser persona es el modo de ser característico del hombre. Y ser persona quiere decir estar constitutivamente abiertos a la trascendencia y vueltos e inclinados a la comunión con Dios y con los demás. Cada uno de nosotros es un don en sí y para los demás. Esta dimensión personal es de importancia decisiva: por una parte nos indica el modo en que el hombre se realiza a sí mismo y, por otra, nos revela cuál es el fundamento último de la familia y de la sociedad, así como la referencia profunda de la solidaridad y cooperación verdaderas entre todos los hombres.

Efectivamente, el hombre sólo puede alcanzar su plenitud cuando sale de sí mismo para darse. Es lo que se conoce como dimensión extática del amor, el movimiento que fundamenta el ágape. El estar constitutivamente vuelto a la comunión con el otro es el fundamento de toda comunidad humana. Coloquialmente puede afirmarse que porque soy persona, he sido creado, en cierto modo, para cuidar de ti, de empeñarme en promocionar tu bien y de este modo tanto tú como yo nos trascendemos y nos dirigimos hacia nuestra propia perfección y felicidad.

Participamos de una misma esfera vital que teje de modo estable y real las relaciones humanas, que son más profundas que las meras relaciones económicas o sociales. La promoción mutua de todos los hombres en el bien se fundamenta en la dimensión personal de cada uno de nosotros. El que tú existas es un don y un bien para mí y viceversa.


Un modo distorsionado de percibir la realidad. La cultura de la muerte

Esta radical importancia de la noción de persona se vio eclipsada por la irrupción del pensamiento propio de la modernidad, principalmente a partir de la época ilustrada.

El ser humano no es concebido como persona, sino como mero individuo. Esta visión enormemente reduccionista conlleva graves consecuencias. Cada uno de nosotros no es ya considerado como un don para los demás, naturalmente inclinados a la comunión, sino que el ser humano es concebido como mera realidad individual cerrada en sí misma, imposibilitada para tender a una comunión real con los demás.

La propia perfección y la felicidad no se alcanzarán en la trascendencia humana que saliendo de sí construye la comunión con los demás, sino que dependen exclusivamente del ejercicio de mi libertad considerada como un absoluto.

Esto nos lleva a concebir la vida de cada hombre no como un don en sí mismo y
para los demás, sino como una realidad que se posee y que debe ser únicamente administrada por una libertad absoluta y radical. La vida es cuestión de cada uno; nadie intente inmiscuirse en la vida del otro. El que tú vivas o mueras no es ya una realidad que entra en mi misma esfera vital y que, por tanto, en cierto modo me afecta y provoca que yo cuide de ti.

Cuando se disuelve la dimensión personal del hombre, se termina por disolver el fundamento profundo y real de la sociedad y de la comunión humana, quedando ésta únicamente bajo el arbitrio del contrato social y de intereses espurios.

Ante esta concepción individualista de la vida del hombre y de una imaginaria libertad absoluta, la enfermedad es percibida como una amenaza insoportable a mi posesión más preciada: mi propia vida. La muerte pasa a ser la mayor enemiga y la negación de mi libertad. Por eso es necesario que también ella esté sometida: yo decido cuándo y cómo morir. Yo ejecuto mi propia muerte. La eutanasia es de este modo identificada con la buena muerte, la muerte digna, la muerte deseable, en cuanto que yo me adueño de ella, ni siquiera la muerte debe escapar a mi idílica libertad concebida de modo absoluto.

El misterio del sufrimiento y de la muerte

Nuestra experiencia moral inmediatamente nos advierte de que este modo de concebir la vida y la muerte colisiona frontalmente no sólo con la realidad sino tam bién con la dignidad del hombre y su verdad más profunda. En el fondo percibimos que el sufrimiento, la enfermedad y la muerte constituyen un misterio que apenas alcanzamos a comprender, pero que de un modo u otro a todos nos afecta. Pero también surge en nosotros la experiencia de que son realidades que, vividas bajo la mirada de Dios que es amor, lejos de dañar la dignidad del hombre y su libertad, constituyen una ocasión excepcional en la que se revela la grandeza de nuestra existencia.

El hospital es un lugar en el que se experimenta la fragilidad de la naturaleza humana, pero también las enormes potencialidades y recursos del ingenio del hombre y de la técnica al servicio de la vida. La vida de toda persona es siempre un don y misterio. Del respeto y la defensa de la vida en todas sus fases depende la calidad auténticamente humana de una convivencia.


La Medicina como servicio


El hombre vencido y apaleado que crudamente nos presenta la parábola del buen samaritano es imagen del hombre enfermo e indigente que necesita ser recreado y restituido a su dignidad desposeída.

Tomando la imagen del buen samaritano como icono del más alto ideal de la profesión sanitaria, la tradición cristiana enriqueció sobremanera la rica herencia de la ética hipocrática. La concepción de la Medicina como ayuda, tutela y promoción de la vida adquiere el nuevo sentido de la diaconía, es decir, de servicio, que incluye
la entrega de la propia vida, a imagen del Cristo médico que se inclina sobre la humanidad doliente.


Tratamientos, cuidados y soporte vital

Por tanto, la raíz última que da sentido a toda profesión sanitaria es el compromiso por servir, promocionar y tutelar la vida humana, de modo particular aquella más débil y necesitada. Con respecto a las situaciones de enfermedad incurable o terminal, este compromiso ético se concreta en la excelencia técnica, moral y humana de lo que se conoce como Medicina paliativa. Ésta trata de mejorar todos los aspectos, tanto físicos como psíquicos, espirituales, familiares y sociales del enfermo.

Es evidente que la Medicina tiene la obligación de conocer sus propios límites. No es omnipotente. Llega un momento en que la muerte no puede ser vencida por los medios terapéuticos y aparece de modo inevitable. Con el fin de discernir la conveniencia de los diversos procedimientos médicos, se ha hecho ya clásica la distinción entre tratamiento y cuidados. Esta distinción conlleva una dimensión ética, en cuanto que es doctrina comúnmente aceptada que los cuidados deben ser siempre proporcionados, mientras que los tratamientos pueden ser lícitamente suspendidos si se trata de medidas extraordinarias o desproporcionadas.
El error más común de esta distinción es no darse cuenta de que las medidas de soporte vital (tales como la respiración asistida, la reanimación cardiopulmonar o la nutrición parenteral) no pertenecen ni a una ni a otra categoría. Su consideración ética es substancialmente distinta, y merecen una diversa y cuidadosa atención, en cuanto que de su suspensión se sigue inmediatamente la muerte del enfermo. Solamente podrán ser lícitamente suspendidas cuando producen graves alteraciones o efectos secundarios o colaterales que hacen inviable un uso continuado.


“¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”

Esta pregunta que de modo insolente dirige Caín a Dios después de haber asesinado a su hermano, contextualiza admirablemente el humus en el que crece la mentalidad de la eutanasia.
Cuando Caín pregunta altivamente a Yahveh: ¿Acaso soy el guardián de mi hermano?, el silencio de Dios es clamoroso porque la respuesta evidente: Por supuesto que sí, claro que eres guardián, puesto que en la medida en
que eres hombre, eres también hermano y eres también guardián. La eutanasia, en último término, viene a indicar al enfermo terminal que su vida es demasiado pesada no sólo para él, sino también para nosotros y para toda la sociedad y no estamos dispuestos a cargar con ella. Ya no me concibo como alguien llamado a cuidar de ti.
Prefiero cuidar de mí y sólo de mí. Has dejado de ser un don y un bien para nosotros.

La experiencia moral inmediatamente nos indica que este planteamiento es
contrario a la dignidad humana porque el hombre es siempre un don. En último término, la eutanasia es expresión de la abolición del hombre, de la traición de la Medicina a su principio esencial de servir y tutelar la vida, convierte a quien la practica en un homicida y constituye el fracaso clamoroso de una sociedad que no quiere hacerse cargo de quien necesita de modo imperioso no tanto de medios técnicos, sino sobre todo de humanidad, de nuestro calor y compañía, es decir, la percepción real de no estar sólo sino de que existimos para cuidar los unos de los otros.

La eutanasia constituye siempre un mal, aunque se quiera disfrazar de buenos sentimientos y de procedimientos técnicamente correctos, escondidos muchas veces bajo eufemísticas expresiones. Si el aborto, que sigue hiriendo la sensibilidad moral de los hombres, es presentado bajo el término más aséptico de interrupción voluntaria del embarazo (IVE), la eutanasia pretende esconderse bajo expresiones piadosas tales como muerte digna.


Dos modos de afrontar la propia muerte

En último término, es preciso afirmar que el momento de la muerte puede ser vivido de dos modos radicalmente opuestos. El pasaje de San Juan, en el que el Señor revela la dinámica profunda de la Pasión, puede ayudarnos a comprender el modo plenamente digno de asumir la muerte. El Señor afirma que en su Pasión nadie le quita la vida sino que la entrega como ofrenda de amor para que nosotros vivamos de esa misma vida. El Señor se refiere específicamente al Misterio de la Eucaristía que anticipa su entrega pascual: “Tomad y comed, esto es mi Cuerpo entregado por vosotros”.

El cristiano, en su santo bautismo, fue incorporado a esta dinámica del Misterio Pascual que se renueva cada vez que celebramos la Eucaristía. La muerte no puede arrebatar la vida al cristiano porque ésta, en el bautismo, ya fue entregada y asumida en otra Vida infinitamente mayor. La muerte no es una cuestión de verse desposeído de algo propio, sino de unirse a la Entrega por excelencia que Cristo realizó en su Pasión y unirse y descansar en Él.

El Señor nos acompaña en la vida y en la muerte porque nuestra vida está unida a la suya. Él sabe mejor que nadie el momento y el modo y será el que más nos convenga. No nos deja solos. De este modo podemos comprender en qué consiste la buena muerte: no en un acto de autonomía absoluta y de reivindicación sino en un acto de entrega y de don de sí. La eutanasia, de este modo, se sitúa como la antítesis de la Eucaristía. La eutanasia, por ello, se situaría en el polo opuesto al amor verdadero y la misericordia.


Los cuidados paliativos
La Medicina paliativa tuvo sus comienzos en 1842, cuando Jeanne Garnier, establece en Francia la primera institución dedicada exclusivamente al cuidado de los enfermos terminales. También la religiosa irlandesa Mary Aikenhead funda en Dublín el “Hospice de Nuestra Señora” para la atención de los enfermos terminales.

La misma congregación crea poco después en Londres el “Hospice de San José”, que continúa prestando servicios a los enfermos teminales o con enfermedades crónicas. De este modo nace el movimiento Hospice. En 1967 se funda en Londres el “St. Christopher Hospice”, dirigido por Cecily Saunders como paradigma moderno del movimiento Hospice. Y en 1973 Belfor Mount, en Canadá, sustituye el término Hospice por el término “cuidados paliativos” en el Hospital Real Victoria.

Los cuidados paliativos, como respuesta a la enfermedad incurable y terminal, constituyen una nueva filosofía de la curación y del cuidado. Proporciona un cuidado integral del paciente (asistencia psicológica, social y espiritual), de la familia y del entorno. Procura cuidar, así mismo, a los cuidadores. Proporciona una asistencia no sólo hospitalaria, sino en la medida de lo posible, también domiciliaria.

Es una Medicina eminentemente interdisciplinar, de una alta cualificación científica y ética. Aun queda mucho camino por recorrer para que esta nueva concepción del curar y del cuidar esté plenamente desarrollada en nuestro sistema sanitario y en nuestra sociedad.


Dos respuestas inadecuadas a la enfermedad terminal o incurable
Ante la enfermedad terminal o incurable existen, a mi modo de ver, dos respuestas que se sitúan fuera del ámbito de la Medicina. Tales respuestas son la obstinación terapéutica y la eutanasia.

Por un lado, debe rechazarse, por inadecuado, lo que se conoce como obstinación terapéutica, ensañamiento o encarnizamiento terapéutico. Con estas acepciones se quiere designar la actitud del médico que, ante la certeza moral que le dan sus conocimientos de que los tratamientos aplicados ya no proporcionan beneficio al enfermo, no procede a su suspensión sino que se obstina en continuar o proponer nuevos procedimientos en contra de lo que un adecuado juicio prudencial y la experiencia médica aconsejan. La obstinación terapéutica alarga inútilmente la agonía de un enfermo en estado terminal o mortifica innecesariamente a un enfermo incurable.

Constituyen la obstinación terapéutica aquellas “intervenciones médicas no adecuadas a la situación real del enfermo por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar, o bien por ser demasiado gravosas para el enfermo o para su familia” (EV, 65). Como afirma el Código de Deontología médica, “El médico tiene el deber de intentar la curación o mejoría del paciente siempre que sea posible. Y cuando ya no lo sea, permanece su obligación de aplicar las medidas adecuadas para conseguir el bienestar del enfermo, aun cuando de ello pudiera derivarse, a pesar de su correcto uso, un acortamiento de la vida. En tal caso, el médico debe informar a la persona más allegada al paciente y, si lo estima apropiado, a éste mismo” (Código Deontología médica, 27,1). “El médico no deberá emprender o continuar acciones diagnósticas o terapéuticas sin esperanza, inútiles y obstinadas. Ha de tener en cuenta la voluntad explícita del paciente a rechazar el tratamiento para prolongar su vida y a morir con dignidad. Y cuando su estado no le permita tomar decisiones, el médico tendrá en consideración y valorará las indicaciones anteriores hechas por el paciente y la opinión de las personas vinculadas responsables” (Código Deontología médica, 27. 2). “El médico nunca provocará intencionadamente la muerte de ningún paciente, ni siquiera en caso de petición expresa por parte de éste” (Código Deontología médica, 27,3).

En términos similares se expresa la guía europea de Ética y comportamiento profesional de los médicos: “Cuando la condición del enfermo requiere un procedimiento de reanimación, todo debe ser intentado, por un tiempo y en las condiciones científicamente razonables para asegurar la eficacia. El ‘ensañamiento terapéutico’, en estas condiciones, es conforme a la obligación de prestar ayuda. Por el contrario, llegado el momento, estas acciones pueden ser legítimamente abandonadas”.
En el otro extremo se sitúa la eutanasia. Ésta constituye, así mismo, una respuesta inadecuada a la enfermedad terminal. La eutanasia es conocida también como homicidio por compasión. Constituye una acción u omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte. La Asociación Médica Mundial la define como “el acto deliberado de dar fin a la vida de un paciente, ya sea por propio requerimiento o a petición de sus familiares” (AMM 1987). En último término, la eutanasia se sitúa fuera del ámbito y objetivos de la Medicina y significa su propia claudicación. Además, sitúa al profesional sanitario en un ámbito que no le corresponde: decidir sobre la vida y la muerte. La eutanasia debilita la confianza entre el paciente y el médico. Fomenta la sensación de carga en el paciente. La eutanasia, en último término, propone la muerte como remedio de una enfermedad incurable o terminal. Es muy interesante examinar las experiencias que acerca de la eutanasia se vienen realizando en el estado de Oregón, y en los estados de Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Suiza, donde esta práctica está legalizada.





Curar, al menos aliviar, siempre consolar y nunca abandonar

En esta conocida expresión podríamos resumir la actitud de los profesionales de la salud ante cualquier tipo de enfermedad, que también es aplicable a la situación de enfermedad terminal o incurable: curar, al menos aliviar, siempre consolar y nunca abandonar. La cuestión de la eutanasia antes de ser un asunto médico y asistencial es una cuestión más bien de carácter antropológico, moral y social.

Los Cuidados Paliativos constituyen, a mi modo de ver, la respuesta adecuada de la Medicina ante las situaciones de enfermedad incurable o terminal. Sería necesario, a este respecto, profundizar en el conocimiento de los principios que sustentan la Medicina paliativa: el respeto y protección de la debilidad y el reconocimiento de las limitaciones propias del conocimiento médico.


A los profesionales sanitarios cristianos:
“Alumbre así vuestra luz a los hombres”

En una Medicina que crece a pasos agigantados en conocimientos técnicos y terapéuticos, pero que muy a su pesar, va perdiendo en humanidad, la presencia en el sistema sanitario de profesionales cristianos constituye una necesidad imperiosa.

Volver a mostrar la dignidad de la persona, el sentido de la enfermedad y de la muerte, la dimensión de diaconía, de servicio y entrega de los profesionales sanitarios, la necesidad de su cualificación técnica junto a una altísima cualificación moral, constituyen los elementos fundamentales que los profesionales cristianos y los hospitales católicos están llamados a proclamar en el sistema sanitario actual.

Ésta es verdaderamente la luz y la sal para el mundo de la salud. Y la invitación del Señor es imperiosa: “Alumbre así vuestra luz a los hombres para que conozcan vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”.


Palacio Euskalduna, 10 de junio de 2009
+ Mons. Mario Iceta
Obispo auxiliar de Bilbao




2 comentarios:

  1. Me parece muy esclarecedora la conferencia y da que pensar
    Aurkene

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  2. Si se invirtiera más en implantar estos cuidados paliativos...
    Iñaki

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